Buena gente

martes, 30 de octubre de 2012

Las más esperadas




Hola a tod@s.

No hay nada tan gratificante para mí, como darme un paseo por el campo tras las primeras lluvias del mes de octubre. Caminando por él, muchas son las señales que me hablan de que ya terminó el verano y dio comienzo el otoño. Quizás me lo dijo el color broncilineo que están adoptando ya las hojas del quejigo, quizás fuese el canto furtivo del Petirrojo que se oculta tras la espesura del matorral, o tal vez, las incipientes setas que parecen asomar con miedo a la vera del viejo tronco hueco. Quizás me lo dijo, las formaciones de aves viajeras que surcan esos días nuestros cielos. Señales inequívocas que nos anuncian que ya ha tenido lugar el cambio de estación.

Sin embargo, para mí el otoño no comienza realmente hasta que no oigo retumbar el cielo con los incesantes trompeteos de las grullas. Ya están aquí las grullas... Ya han vuelto para decorar nuestras dehesas con su estampa mítica. Han regresado una vez más por estos pagos, como vienen haciéndolo desde hace milenios. Exhaustas, tras terminar el gran viaje, la fantástica odisea, la peligrosa singladura que emprenden cada año para buscar los tibios temples de Extremadura. Descienden una vez más desde la tundra y la taiga natal hacia su tierra prometida, los hermosos y fecundos encinares extremeños.

Sus escuadras viajeras hicieron levantar la mirada al labriego castellano que con alegría gritó: "¡¡¡ YA ESTÁN AQUÍ LAS GRULLAS!!!". Que hermosas son las grullas, que porte esbelto de grandes damas grises, que trompeteo incesante, atronador, mágico.

La montanera ha dado comienzo. Las grandes encinas repletas de bellotas son un verdadero maná para estas aves, que cada año regresan para pasar entre nosotros la estación fría. Con sus elegantes andares, deambulan de un lado a otro del encinar en busca de las bellotas, los bulbos y los pequeños animalillos que les servirán para reponer las calorías perdidas durante la gran migración.

Se cumplió como cada año la promesa que hacen cuando se van, la promesa que no es otra que la  del retorno. Para muchas es su primer viaje, pero para otras, será uno de tantos otros de los que realizó en sus diecisiete, dieciocho o quizás, veinte años de vida. Y cada año el mismo imperativo, el mismo instinto migrador que las hace cruzar Europa dos veces al año, en uno de los viajes más increíbles que el hombre conoció.

Respeto para ellas. Respeto a esas dehesas que cada año las acogen dándoles el sustento que necesitan para pasar el invierno. Cada vez son más los peligros, cada vez son más sus enemigos, pero ellas siguen luchando, para año tras año seguir deleitándonos con uno de los espectáculos naturales más impresionantes que se pueden ver hoy día en nuestros campos. Las entradas y salidas diarias a sus dormideros comunales.

Las más esperadas, las esbeltas damas grises, las formidables viajeras que estoy seguro que harán nuestras delicias, durante los meses que pasen en nuestra región. Extremadura pasa por ser el principal núcleo de invernada de estas fantásticas aves en nuestro país. Gran responsabilidad la nuestra, seamos merecedores de tan enorme privilegio. Cuidemos este tesoro, para que año tras año podamos contar a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos que nosotros también fuimos testigos de la gran migración, de la extraordinaria singladura, del regreso de nuestras grullas.

Me gustaría dedicar esta entrada, con todo mi afecto,  al Grullero Mayor, Manuel Gómez Calzado. Gracias por tu encomiable labor para con estas formidables criaturas. 












Cientos de grullas con su coro atronador, inundan la atmósfera pura del amanecer. El complejo Lagunar de la Albuera vuelve a acoger a las incansables viajeras, a las elegantes damas grises que con sus incesantes trompeteos vuelven a llenar de vida  nuestros campos.
¡¡¡ Larga vida a las grullas!!!



martes, 23 de octubre de 2012

Un extremeño por tierras bautas. Último capítulo; paralelismos.



Hola a tod@s.

Con esta entrada, termino ya la saga de capítulos dedicados a mi viaje por tierras bautas. Atrás quedaron multitud de emociones, sensaciones y experiencias vividas, que me han ayudado a ser, un poquito mejor como persona.  He intentado narrároslas lo mejor que he podido y sabido. Sin lugar a dudas han sido muy numerosas y es que mi periplo por el valle del Arlanza a pesar de  corto, fue de una gran intensidad.

 Nunca olvidaré mis encuentros con el viejo y mítico pueblo de los buitres, que hicieron aflorar en mí tantos y tantos recuerdos. Nunca olvidaré mi cara a cara con el picapinos, rodeado de mis grandes amigos mientras paseábamos a orillas del gran río.  Nunca olvidaré mi encuentro por primera vez con el Azor, allí, apostado en la vieja rama de un árbol y que aún no me explico como dejo que nos acercáramos tanto. Nunca olvidaré el vuelo de la calzada sobre la balsa de riego ni sus gritos a orillas del río Arlanza. Nunca olvidaré a nuestro amigo Manolito que tan buenos momentos nos concedió, aunque fuesen con cuenta gotas. Nunca olvidaré esas tierras castellanas, esos paisajes, esos pueblos y esas gentes. Y lo que jamás, jamás olvidaré, será el trato y el cariño con el que fuimos acogidos. A estas alturas, no hace falta que os repita más el trato recibido, hacia el cual me desago en alagos y siempre me quedaré corto. No puedo describir con palabras el cariño que me ofrecieron unas personas que hasta hace unos meses eran auténticos desconocidos para mi.

Para despedirme de mi visita a Quintanilla del Agua, me gustaría hablaros de paralelismos. De paralelismos si, los que hay entre el protagonista de hoy y el que les habla. Los dos comenzamos viaje por aquellas fechas, los dos nos desplazamos hasta Burgos y los dos acabamos llegando a esta bella localidad castellana, pero por motivos muy, muy diferentes.

Ella comenzaba el viaje de regreso. Había permanecido los meses de primavera y comienzos del verano en el norte, y huyendo del frió invierno retornaba a latitudes más sureñas.
Yo, huía del calor torrido de Extremadura y me dirigía hacia el norte buscando frescor y amistad.

Sin embargo mi viaje era mucho más cómodo. Sentado en el asiento y al volante de mi automóvil, los kilómetros caían uno tras otro sin que yo notase fatiga alguna. Ella había comenzado una singladura llena de peligros, la cual no le grantizaba que llegaría con vida al final del camino.

Allí confluimos los dos. En Burgos, en los campos de Castilla, en el alto páramo, a la vera del camino que conducía a Mecerreyes. Durante unos instantes nuestras vidas se cruzaron. Yo como siempre cómodamente sentado en el vehículo de mi amigo burgalés, el cual con pericia, me acercaba con cautela para que pudiese hacerle unas fotos. Ella, aguantando los ventarrones, bailando en la copa del matojo desde donde me miraba con asombro, quizás preguntándose que haría ese ser allí asomado a la ventanilla del coche y con ese artilugio en las manos. Yo sin embargo pensaba, pensaba en la fantástica singladura que mi pequeña y bella amiga había comenzado, en su capacidad de recorrer tan impresionantes distancias dos veces al año y me imaginaba yo tras ella,  recorriendo los campos de España con mi cámara en ristre, cuantas aventuras nos hubiese deparado el viaje. Me parecía estar viendolas mientras miraba atraves de la profundidad de sus ojos, unos ojos negros, puros, cristalinos....

Aunque he de confesaros que soy un soñador y la Tarabilla Norteña, con un pequeño grito, vino a despertarme de mi sueño migrador, y tras unos segundos alzó el vuelo, quien sabe si para continuar con su gran viaje, sorteando mil y un peligros seguiría bajando y bajando en busca de su tierra prometida. Una tierra suave y cálida en la que pasar los meses invernales hasta la llegada de la esperada primavera. Yo también continué viaje pero de vuelta a casa. Abandonaba esa tierra que días atrás se me antojaba prometida, llena de buitres y de picapinos y donde se podía respirar el aroma de las antiguas azañas del Cid o de Fernan González.

Nunca sabré si la Norteña llegaría o no a su destino, pero lo que si se, es que aquel mágico día acompañado por mis ya grandes amigos, pude disfrutar unos instantes de su compañía y pensar que quizás algún día, cuando las escuadras de las aves migradoras resonasen en el cielo limpio y puro de la primavera mi pequeña amiga y yo, volveríamos a encontrarnos por el camino.

Este post me gustaría dedicárselo a todos mis amigos de Quintanilla que hicieron con su esfuerzo y su cariño, que mi viaje fuese muchísimo mejor que el que tuvo que realizar aquella pequeña pero hermosa tarabilla. No lo olvidaré jamas, amigos mios, ya sois parte de mi familia. Muchísimas gracias.


















martes, 16 de octubre de 2012

Un extremeño por tierras bautas. Capítulo 5º: A falta de alimoches....


Hola a tod@s.

Antes de partir a mi esperado viaje por tierras de Castilla, muchos eran los deseos que portaba en mi equipaje. Entre ellos estaba el deseo de poder fotografiar una criatura que me resultaba de lo más interesante.

Un buitre. Un pequeño buitre de cuerpo blanco y faz amarilla al que el gran maestro Félix bautizó, como el buitre sabio. El único representante de la familia de los buitres españoles que una vez terminada su época de cría, se marchaba en pos de las grandes llanuras africanas, de las inmensas planicies del continente negro, donde pasaría parte del otoño y el invierno, hasta que un día cualquiera su brújula biológica, coincidiendo seguramente con el fotoperiodo, lo traería de nuevo de regreso hasta la península ibérica.

Serian aproximadamente las diez de la noche cuando cenando con mis buenos amigos, entre bocado y bocado, entre charla y cariño, entre sorbos de un vino cuyo sabor se me antojaba a amistad, mi querido amigo Manuel Mata, me dijo: "Mañana saldremos al encuentro de los alimoches".

Inmediatamente el bello se me puso de punta, un extraño escalofrío  recorrió mi cuerpo desde la nuca hasta los tobillos, algo con lo que había soñado muchas veces desde mi ahora lejana tierra, sentado en la silla de mi pequeño despacho ahora casi casi centro de interpretación, algo que había vislumbrado muchas veces cuando tumbado en la cama y arropado hasta la cintura con la fina sábana, esperaba a que el sueño me venciese. Algo mágico y que gracias a la bondad y a la camaradería de mis amigos de Quintanilla podía hacerse realidad al día siguiente.

Como podréis imaginar el resto de la noche se me hizo muy larga, no paraba de pensar en las increíbles emociones que nos depararía el nuevo día. Eran las seis y media de la mañana, yo llevaba ya un par de horas despierto. Me levanté y llamé a mi hijo Jorge que tampoco había dormido mucho.

Salí a la calle, el día amaneció fresco. Notaba en mi cara la fuerza del cierzo, el cierzo que hacía silbar las romas aristas de las casas, casas muchas de ellas de adobes y paja, casas que me hablaban de aquellos duros hombres de la meseta que con su esfuerzo y dedicación construían con sus propias manos el futuro de todo un pueblo, cierzo que parecía traerme el mensaje del alto páramo,  para decirme que hoy sería el gran día.

Poco después llegó Lolo, jovial, efusivo, nervioso, como es él, un hombre cercano y sencillo, sin dobleces, un hombre de los que por desgracia van quedando ya muy pocos. Subimos todo el equipo al coche y partimos en busca de aventuras hacia el muladar, hacia el torcón de los buitres, el sitio donde tantas sensaciones estábamos cosechando y el sitio que mi sabio amigo, experto conocedor de las costumbres de las aves de su entorno, había elegido para hacer la espera a los alimoches.

Llegamos pronto, aún no se veía. Con las luces de su todoterreno montamos los hides donde esperaríamos impacientes  a que estas bellas necrófagas bajasen a comer de los restos de las carroñas. Una vez terminado el montaje, Lolo bajó el vehículo ladera abajo y cuando regresó, a sentarse y a esperar.

Las primeras luces iluminaron lo alto del torcón, poco a poco los rayos de sol fueron bañando con su luz, cada uno de los huesos que había en el muladar. Decenas, cientos, miles de huesos que se tornaban fieles testigos de tantos y tantos banquetes.

Los primeros en llegar fueron los cuervos. Ruidosos, vocingleros, inquietos, se movían delante de nosotros, buscando y rebuscando alguna piltrafa que llevarse a sus acerados picos. Más tarde los buitres leonados, dos jóvenes y un adulto, recelosos, no se acercaron permaneciendo subidos en un pequeño montículo. Las pequeñas avecillas migradoras como las collalbas y las tarabillas norteñas también se dispersaban entre los restos que adornaban con disfraz macabro aquella parte del páramo.

Los minutos pasaban y con ellos las horas y el prospector alimoche, el buitre egipcio, aquel que según los experimentos del gran Félix, llevaba implícito en sus genes el uso de herramientas, el utilizar piedras para abrir los duros cascarones de los huevos de avestruz y todo ello sin un aprendizaje previo, aquel que mi querido amigo burgalés había visto bajar muchos amaneceres al torcón buscando su parte del botín, aquel que aquella fría mañana del mes de septiembre, había decidido no acudir a la cita.

He de confesar que sentí cierta tristeza, y es que habían sido muchos los pensamientos que allá, desde mi querida Extremadura, había dedicado a este pequeño buitre migrador y eran tantas las ganas que tenía de fotografiarlo.........

Pero la naturaleza es así, amigos mios, ella dicta las normas, ella rige los destinos de sus criaturas y quien sabe, tal vez con el generoso pensamiento de que tuviese que repetir visita a mis amigos burgaleses, había decidido posponer nuestro encuentro con el Alimoche para un futuro, quien sabe si próximo.

Sin embargo debió de parecerle que había sido suficiente el esfuerzo de aquel grupo de amigos, amantes de las aves y de ella misma, que antes de abandonar el torcón quiso obsequiarnos con un bello regalo. Un regalo en forma de plumas y garras. Un bello, mayestático y poderoso ratonero que durante unos minutos posó para nosotros sobre una de las piquetas de la alambrada que rodea el muladar de Mecerreyes. Un hermoso ratonero, que clavo su mirada en mí de tal manera, que me congeló la sangre, que consiguió por unos instantes que mi agreste y acelerado corazón, casi casi se me saliera del pecho.

Un noble gesto para premiar el esfuerzo, la pasión y la dedicación que este grupo de amigos amantes de lo vivo, sentían por ella y que aunque no fuera aquel pequeño buitre africano que tantas veces me había robado el sueño, si fue suficiente para que mi querido lolo, mi hijo y yo mismo, nos fuésemos de allí llenos de ilusión, llenos de alegría, llenos de agradecimiento y por que no decirlo, llenos de vida.

Dedicado a mi buen amigo Manuel Mata que dio todo lo que tenía para que se produjese un encuentro que al final no fue posible. Queda apuntado en la lista de "se debe". 
















 

martes, 9 de octubre de 2012

Un extremeño por tierras bautas. Capítulo 4º; El carroñero mediterraneo.




Hola a tod@s.

Como sabemos, la mayoría de los buitres españoles crían en roquedos, casi siempre en cortados y farallones rocosos y por lo tanto es allí donde viven en mayor número. Desde las numerosas colonias de los buitres leonados, a las menos numerosas parejas de alimoches, o a los casi extintos ya, quebrantahuesos, todas gustan de utilizar las paredes calizas para instalar en su gran cantidad de grietas, cuevas o salientes, la plataforma de sus nidos.

Pasan horas y horas, como verdaderos centinelas pétreos, descansando sobre los cortados fluviales. A la espera de que el astro rey vaya calentando, poco a poco, las paredes de roca y se vayan formando las columnas de aire caliente o térmicas, que son las que esperan los buitres para lanzarse al abismo y escalar las altas cotas del espacio, desde donde se dedicarán a la prospección de carroña. Merced a sus alas poderosas, escrutaran desde la alta meseta, pasando por el páramo, hasta lo más profundo de los valles.

Sin embargo, siempre hay una excepción que confirma la regla. Entre nuestra rica población de aves necrófagas, hay una que ha ligado su existencia a nuestros últimos reductos forestales, a nuestras grandes masas de bosque y matorral mediterraneo, que gusta de criar e instalar sus nidos en la gran encina, en el viejo alcornoque o en el alto quejigo. Que se ha convertido por ende, en el carroñero mediterraneo; El gran Buitre Negro.

Con sus tres metros de envergadura y sus casi doce kilos de peso, es el más grande de entre las buitres españoles. Quien haya tenido la fortuna de poder contemplarlo en libertad, seguramente no lo olvidará nunca.
Su porte, su majestuosidad, su fuerza, saltan a la vista cuando uno tiene la suerte de poder admirarlo a pocos metros.

Durante las carroñadas que disfruté en Quintanilla del Agua, tuve la dicha de poder verlo en varias ocasiones. Mucho más desconfiado que sus primos los leonados, no bajaba al torcón con tanta facilidad y solo se limitaba a dar pasadas en vuelo o a posarse en la lejanía.
 Hasta que por fin, un día, el último de los días, cuando ya había perdido casi por completo las esperanzas y el sonido de las roedillas de las maletas empezaba ya a resonar en mi cabeza,  cuando el corazón se me encojía poco a poco ante la vista de mis queridos amigos burgaleses, en la mala e inevitable hora de la despedida, apareció.  Imponente, de negro pavonado, haciendo gala de porte real,había decidido bajar a deleitarnos con su presencia, haciéndome olvidar por unos instantes que la hora del adiós estaba ya muy próxima.
Se mantuvo siempre en un segundo plano, oculto entre los leonados. En las pocas ocasiones que se dejó ver con más claridad, pude hacerle las fotos que ahora os muestro en este post.

 Sin lugar a dudas, otro de los tesoros que conseguí traerme, gracias nuevamente a la pericia de mis amigos burgaleses, en mi tarjeta de memoria.
Una criatura sorprendente, que representa en si mismo, el alma y el espíritu de nuestros últimos bosques mediterraneos.

Veníamos de regreso del muladar y estábamos todos muy callados, yo no dejaba de pensar. Pensaba en las sensaciones vividas en esos días, pensaba en como el tiempo se me escapaba rápidamente entre mis manos, sin que yo pudiera ponerle remedio. Pensaba en como unas personas hasta ahora, prácticamente desconocidas para mi, me habían hecho sentirme como si estuviese en mi propia casa, había sido tal su sentido de la hospitalidad para con nosotros que no sabía, ni sé como llegaría a devolvérselo algún día. Tantas sensaciones que ahora se veían sometidas por ese nudo en la garganta, por ese yugo opresor que sometía a mi corazón más y más, solo de pensar que en pocos minutos volvería a dejar de ver a mis amigos, a mis queridos amigos del valle del Arlanza, a los que habían dado todo por mi, sin pedir nada a cambio. Pensaba en que muy pronto dejaría de disfrutarlos, de aprender de ellos tantas y tantas cosas. Y por último y como marcado a fuego , la experiencia con el gran Buitre Negro, que vino a corroborar, que acerté de pleno el día que decidí  ir a visitarlos. 

Esta entrada me gustaría dedicársela a mi gran amigo y hermano, Ramón Suárez, que por motivos de trabajo no pudo estar con nosotros esos días, y al cual le prometí traerle un retrato del gran negro. Querido amigo es lo mejor que pude conseguir, espero que te guste. 


















martes, 2 de octubre de 2012

Un extremeño por tierras bautas. Capítulo 3º; La mirada del Leonado




Hola a tod@s.

Continuando con la saga de capítulos que vengo dedicando a mi viaje por tierras de Quintanilla del Agua, hoy vengo a presentaros de una manera menos usual, más de cerca, cara a cara, al carroñero más común de entre nuestras aves necrófagas: El Buitre Leonado.

Permitidme que comience mi relato, retrotrayéndome a mis años infantiles. A la tierna edad de seis o siete años, no recuerdo con exactitud, allá por los comienzos de la década de los ochenta, tuve yo mi primer encuentro con estas aves míticas.

Mi querido Terruño, que por aquel entonces basaba su economía en la ganadería y en la agricultura, contaba  por aquellas fechas con un gran número de reses entre su cabaña ganadera, que estaba formada principalmente por ganado porcino, ovino, caprino y en menor medida por un cierto número de ganado vacuno. No faltaba en casi cualquier casa el simpático borriquillo además de otras bestias de labor como los caballos o las vigorosas mulas, que ayudaban a los hombres en las arduas tareas del campo. Campo en el que por fortuna, sobre todo para los buitres, aún se podía abandonar el cadáver de la vieja res muerta para que sirviera de alimento a la comunidad buiturina, antaño muchísimo más numerosa.
 Precisamente debido a estas dos cuestiones; poder contar con un gran número de cabezas de ganado que proporcionaban muchos cadáveres a lo largo del año y  poder abandonarlos libremente en los campos, se estaba asegurando de una manera indirecta el futuro de nuestros buitres.

Debía ser verano, por que recuerdo muy bien que hacía muchísima calor. Cierto día venía yo subido a lomos de la "Andaluza", una de las dos hermosas mulas que formaban la yunta que tenía mi padre y que aquella calurosa mañana venía sujeta firmemente de riendas por sus duras y curtidas manos.

Recuerdo que tras pasar una zona de olivares, nos adentramos en unos rastrojos, cuando por primera vez, contemplé uno de los espectáculos naturales más increíbles de cuantos había visto en mi corta e inocente vida. A pocos metros de nosotros unas aves inmensas en un número muy elevado y apiñadas en un palmo de terreno, luchaban entre ellas. Una vorágine de alas, picos y garras que me dejaron estupefacto. 
Mi padre me miró y quizás con objeto de calmarme me dijo:" Son buitres, hijo, y su misión en la naturaleza es limpiar el campo de pestilencias, cuando un animal muere, se lo comen".

Yo no daba crédito, entre el espectáculo que suponía para mi el ver cara a cara, por primera vez, a esas formidables criaturas y las palabras que sabiamente me decía mi padre, yo estaba alucinando.
Aún recuerdo aquel hedor insoportable, aquellos rostros ensangrentados tras introducir sus cabezas en las entrañas del cadáver, sus penetrantes miradas, que se clavavan como dagas en mí y que han permanecido imborrables aún con el paso de los años. No sabía yo, que por entonces ya comenzaba a despertar en aquel niño, esa inquietud, ese amor y esa pasión por esta y por todas las demás criaturas aladas y por el mundo en el que viven, el cual compartimos.

Todo esto sentí, amigos mios, el día que mi gran amigo Manuel Mata, tuvo a bien el concederme de nuevo el privilegio de plantarme cara a cara ante estas maravillosas aves. De mostrarme uno de sus increíbles banquetes, de ser testigo de excepción, como lo fui en mi niñez, de una de sus impresionantes carroñadas. Pude volver a sentir esas penetrantes miradas, esas poses heráldicas, esos gestos y esos sonidos que me volvieron a recordar aquellos buitres de mi infancia. Y de igual manera pero con los papeles cambiados tuve la dicha de compartirlas con una persona muy especial para mí. Mi hijo Jorge. Ahora era yo el padre, ahora daba yo las pertinentes explicaciones, aunque he de confesar que los tiempos son otros y que a mi hijo de nueve años y con su cámara en ristre, poco podía enseñarle yo sobre unas aves que él, atraves de libros, documentales y por que no decirlo, de muchos de vuestros blogs, conocía ya a la perfección. Pero aún así doy gracias a la vida por haberme concedido el privilegio de haber estado a su lado en su primera carroñada, por que creo que al igual que me ocurrió a mí, espero que no lo olvide jamás.

Esto es, lo que con mayor o menor acierto, he intentado recoger en estos primeros planos que ahora os muestro. Unas fotos a las que les tengo verdadero cariño por lo que suponen para mí. Recuerdos de unos momentos inolvidables al lado de mi padre y ahora por último al lado de mi hijo, que permanecerán ya por siempre en lo más profundo de mi ser. 

Fijaos bien en las miradas de los buitres por que tras ellas se esconde el asombro, el respeto, la admiración y el sentimiento de un niño.






































Esta entrada va dedicada con todo mi cariño, a mi Padre. Por tantos momentos buenos que hemos compartido. Por enseñarme muchas de las cosas que hoy sé y que no se aprenden en los libros. Y sobre todo por hacer de mí, la persona que soy hoy en día. Te quiero papá y muchas gracias por todo.

 

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